Elevando el granero – El Centro Claggett

Elevando el granero – El Centro Claggett

Hace un año, las diócesis de Washington y Maryland se asociaron para avanzar en una relación de cooperación para los ministerios de campamentos y conferencias ubicados en el Centro Claggett en Adamstown, Maryland. El Obispo Sutton y yo acogimos esta nueva relación porque compartimos la creencia fundamental de que las experiencias transformadoras y formativas son esenciales para el desarrollo de la fe de los jóvenes, los jóvenes adultos y los adultos, y porque la combinación de la amplia variedad de recursos, programas y ministerios del Centro Claggett, su ubicación geográfica y su entorno campestre y restaurador fomentan dichas experiencias. Claggett es un lugar de recuperación y renovación, un faro de crecimiento, cambio y esperanza. Fundamentalmente, el Centro Claggett es un lugar donde las nuevas generaciones pueden nutrirse, hacer amistades para toda la vida y descubrir a Jesús.

Este mes, el Centro Claggett ha lanzado su campaña de capital “Raising the Barn” para renovar su histórico granero, para que pueda seguir ofreciendo una programación de alta calidad, tanto ahora como para las generaciones futuras. El espacio recuperado incluirá una acogedora plaza al aire libre, un espacio de reunión totalmente equipado para reuniones simultáneas en el campus con acceso ADA, y un nuevo comedor con capacidad de 192 comensales. La “nave” restaurada del granero ofrecerá espacio para que 273 personas se reúnan y celebren su servicio de adoración con telón de fondo del valle del río Monocacy.

Acepté de buen grado la invitación a co-presidir la campaña de capital Raising the Barn, porque sabía que sería un medio para hacer llegar a muchas más de nuestras congregaciones el regalo de Claggett, su potencial y las oportunidades que ofrece, especialmente para nuestros jóvenes. Servir como co-presidente me ha llevado a reflexionar sobre lo que yo aportaría y cómo podría asegurar a los demás que no les estaba pidiendo que hicieran algo en lo que yo no creyera y apoyara realmente.

Aquellos que han experimentado Claggett no necesitan que les recuerde que el centro es un espacio sagrado. Para los que aún no han tenido la oportunidad, permítanme asegurarles que todo en Claggett invita al descanso y a la renovación. El mero hecho de viajar a Claggett hace que uno sienta la belleza de la Creación. Cuando uno recorre los senderos, esa sensación de belleza, de asombro, no hace más que profundizar. Me encanta ver cómo la vida natural llega a su expresión, el tesoro que supone caminar por el laberinto, rezar el laberinto, en medio de los campos. El sonido del río de fondo es un momento verdaderamente transformador, trascendente en su poder.

Aquellos que han experimentado Claggett no necesitan que les recuerde que el centro es un espacio sagrado. Para los que aún no han tenido la oportunidad, permítanme asegurarles que todo en Claggett invita al descanso y a la renovación. El mero hecho de viajar a Claggett hace que uno sienta la belleza de la Creación. Cuando uno recorre los senderos, esa sensación de belleza, de asombro, no hace más que profundizar. Me encanta ver cómo la vida natural llega a su expresión, el tesoro que supone caminar por el laberinto, rezar el laberinto, en medio de los campos. El sonido del río de fondo es un momento verdaderamente transformador, trascendente con poder.

Cuando ves el granero histórico, piensas en música y baile y en gente pasándolo bien. Y piensas en los jóvenes, especialmente, que gravitan hacia esa energía como polillas a la luz. Esta energía es la que creo que aportará el granero renovado de Claggett: una dimensión única de base espiritual, llena de alegría y exuberancia.

Únete a mí y apoya la inversión de Claggett en nuestro futuro común. Al contribuir a la campaña de capital “Raising the Barn”, estás sembrando semillas en un terreno fértil.

Fielmente,

Obispa Mariann


Raising the Barn – The Claggett Center

Raising the Barn – The Claggett Center

A year ago, The Dioceses of Washington and Maryland entered into a partnership to move forward in a cooperative relationship for camping and conference ministries located at the Claggett Center in Adamstown, Maryland. Bishop Sutton and I welcomed this new relationship because of we share a core belief that transformational and formational experiences are essential to the faith development of youth, young adults, and adults–and because the combination of the Claggett Center’s wide variety of resources, programming and ministries, geographic location, and restorative, bucolic setting foster such experiences. Claggett is a place of recovery and renewal, a beacon of growth, change, and hope. Crucially, the Claggett Center is a place where rising generations can be nourished, make lifelong friendships, and discover Jesus.

This month, the Claggett Center launched its Raising the Barn capital campaign to renovate their historic barn so that they may continue to provide high quality programming both now and for future generations. The reclaimed space will include a welcoming outdoor plaza, a fully equipped meeting space for simultaneous campus gatherings with ADA access, and a new dining center for up to 192 guests. The restored “nave” of the barn will provide space for 273 people to gather and worship against the backdrop of the Monocacy River valley.

I gladly accepted the invitation to co-chair the Raising the Barn capital campaign, because I knew it would be a means of getting the word into more and more of our congregations about the gift of Claggett, the potential of it, and the opportunities there, particularly for our young people. Serving as co-chair has prompted me to ponder what I would contribute and how I might assure others that I wasn’t asking them to do something that I didn’t also really believe in and support.

Those of you who have experienced Claggett don’t need me to remind you that the center is a sacred space. For those who have not yet had the opportunity, let me assure you that everything about Claggett invites rest and renewal. Just traveling to Claggett gives one a sense of the beauty of Creation. When you wander the trails, that sense of beauty, of wonder, only deepens. I love seeing the natural life come to its expression, treasure walking the labyrinth, praying the labyrinth, in the midst of fields. The sound of the river in the background is truly a transformational moment, transcendent in its power.

When you see the historic barn, you think music and dancing and people having a great time. And you think of young people, especially, who gravitate to that energy like moths to light. This energy is what I think Claggett’s renovated barn will bring forth – a unique dimension of spiritual grounding, full of joy and exuberance.

Join me, won’t you, in supporting Claggett’s investment in our shared future? By giving to the Raising the Barn capital campaign, you are sowing seeds in fertile soil.

Faithfully,

Bishop Mariann


Pascua: Cuando se levanta el velo

Pascua: Cuando se levanta el velo

Entonces Pedro empezó a hablar, y dijo: “En verdad comprendo ahora que Dios no hace acepción de personas, sino que a él le agrada todo aquel que le teme y hace justicia, sea de la nación que sea. Dios envió un mensaje a los hijos de Israel, y en él les anunciaba las buenas noticias de la paz por medio de Jesucristo, que es el Señor de todos. Ustedes bien saben que, después del bautismo que predicó Juan, este mensaje se divulgó por toda Judea, a partir de Galilea. Ese mensaje dice que Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo y con poder, y que él anduvo haciendo el bien y sanando a todos los que estaban oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él.
Hechos 10:34-43

Pero el primer día de la semana, muy temprano, las mujeres regresaron al sepulcro. Llevaban las especias aromáticas que habían preparado. Como se encontraron con que la piedra del sepulcro había sido quitada, entraron; pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús. Mientras ellas se preguntaban qué podría haber pasado, dos hombres con vestiduras resplandecientes se pararon junto a ellas. Llenas de miedo, se inclinaron ocultando su rostro; pero ellos les dijeron: «¿Por qué buscan entre los muertos al que vive? No está aquí. ¡Ha resucitado!
Lucas 24:1-12

Buenos días. Es un honor dirigirme a ustedes esta mañana. Oro para que mis palabras puedan transmitir algo de la esperanza que representa la Pascua, y para que, cuando mis palabras flaqueen, el Espíritu de Dios les hable directamente de lo que su corazón más necesita oír.

Para establecer el contexto de lo que espero transmitir, permítanme comenzar con algunas viñetas. Son en su mayoría relatos personales, pero mientras hablo, tal vez te vengan a la mente recuerdos similares o análogos.

Cuando me paré por primera vez en la orilla sur del Gran Cañón y luego pasé varios días bajando hasta el fondo y subiendo de nuevo, me sentí completamente despojada por su majestuosa, salvaje y peligrosa belleza. Independientemente de lo que la palabra sagrada significaba antes para mí, ahora tenía que tener en cuenta lo que mis ojos contemplaban. El sacerdote franciscano Richard Rohr habla de la creación como la primera encarnación de Dios, y el Gran Cañón tuvo ese impacto en mí: fue una revelación. Cuando me iba, recuerdo que me sentí extrañamente reconfortada por el hecho de que el cañón siempre estaría allí, y que no importaba dónde yo estuviera, podía recordarlo. No he vuelto después de 30 años, pero sigue siendo para mí un lugar místico de conexión.

En la espiritualidad celta, lugares como el Gran Cañón, o cualquier lugar que sea sagrado para ti, se denominan “delgados”, en el sentido de que el velo que separa este mundo de todo lo que hay más allá es transparente y poroso. Son lugares en los que podemos conectarnos con el pasado, el presente y el futuro a la vez; y confirman, al menos para algunos de nosotros, la antigua intuición humana de que existe, de hecho, otro reino más allá de esta vida.

Un lugar delgado no siempre es bello. Gordon Cosby, uno de los pastores más influyentes de mediados del siglo XX en Washington, DC, describió cuando el velo se levantó para él en el campo de batalla de Normandía durante la Segunda Guerra Mundial. Como capellán, ayudó a enterrar a cientos de jóvenes soldados, incluido su mejor amigo. En la tumba de su amigo, leyendo las Escrituras, tuvo una poderosa revelación de que había vida al otro lado de la tumba. También se dio cuenta de que la mayoría de los soldados a los que atendía tenían pocos o ningún recurso espiritual al que recurrir en el infierno en el que se encontraban. Así que cuando volvió de la guerra, Cosby estaba decidido a crear una comunidad de fe en la que la gente pudiera desarrollar una espiritualidad profunda y amplia. La llamó “la Iglesia del Salvador”, una de las primeras comunidades de fe verdaderamente interraciales de Washington DC, dedicada a un ministerio de profundo crecimiento espiritual y de servicio sacrificado y comprometido con la justicia.

Estos lugares y experiencias delgadas nos hablan de una realidad dual de la vida tal como la conocemos y de la vida más allá de lo que conocemos. Cuando estamos en un lugar delgado, sentimos la presencia de ese reino al que todavía no podemos ir, pero de cuya realidad ya no dudamos.

A finales de agosto y septiembre de 2005, los residentes de Nueva Orleans y de todo el sur de Mississippi y Luisiana sufrieron los estragos del huracán Katrina. Recordarán que se perdieron casi dos mil vidas, cientos de miles fueron desplazados y los daños a la propiedad y a la infraestructura comunitaria fueron catastróficos. Además, nuestros sistemas nacionales de gestión de crisis fracasaron estrepitosamente en las comunidades afectadas, y quedó claro para todo el mundo que miles de personas en este país no podían obtener agua potable, y mucho menos refugio o alimentos adecuados. Yo vivía entonces en Minnesota, a pocas horas al sur del lugar donde el río Mississippi nace como un diminuto hilillo del lago Istaka. El río que servía de pacífico telón de fondo a mi vida en Minneapolis estaba, al mismo tiempo, causando estragos a innumerables personas a tres mil kilómetros al sur.

Cada vez que pasaba por el río, o por un afluente del mismo cerca de nuestra casa, no podía dejar de pensar en la gente que estaba sufriendo al final del río. Podía seguir con mi vida normal, pero de alguna manera estaba conectada por ese río con otros que estaban pasando por dificultades incalculables.

Ahora bien, hay muchas maneras de sentir ese tipo de conexión visceral con otras personas que, en tiempo real, están experimentando la vida de una manera muy diferente a la nuestra. Tal vez en este momento tengas familia o amigos, o tú mismo hayas vivido o servido en una parte del mundo que está en guerra ahora, o experimentando hambruna, o alguna otra dificultad. Y estás aquí, y hay una urgencia dentro de ti, una desesperación por hacer algo por los que quieres o te importan, en gran parte porque tú estás bien y ellos no. Esa disparidad – y eso es lo que te pido que pienses- nos motiva a todos a hacer cosas valientes y sacrificadas; apela a uno de los nobles atributos de nuestra especie: la empatía. La empatía es como un músculo; cuanto más la ejercitamos, más fuerte se hace. Eso no es por accidente. Estamos hechos así por una razón. Más adelante hablaremos de ello.

Una última viñeta: Una vez, como favor a un vecino, presidí una boda de una pareja que no conocía bien, la hermana de mi vecino y su futuro marido. Era una boda al aire libre en un parque de la ciudad, nada religiosa, excepto para mí, pero fue encantadora, como la mayoría de las bodas. Después de la ceremonia, una joven se acercó a mí, se presentó y me preguntó si podíamos hablar. Cuando le dije que sí, sus ojos se llenaron de lágrimas. Me dijo que había salido con el novio. El lado romántico de su relación no duró, dijo; seguían siendo amigos, y a ella le gustaba la mujer con la que él se había casado. Sin embargo, seguía soltera y se sentía sola; había temido asistir a la boda, y fue tan duro como temía. “Aun así, me alegro de estar aquí”, dijo entre lágrimas. “Realmente lo estoy. Quería estar aquí por ellos, ¿sabes? Para celebrar su alegría”.

Esa es una de las expresiones más conmovedoras de nuestra capacidad para sostener dos realidades a la vez, que en nuestro dolor, podemos alegrarnos genuinamente por la felicidad de otro. Es el amor de un bailarín o de un atleta marginado por una lesión, que sin embargo está presente para animar a los que pueden cumplir el sueño que ahora se les niega. Es el amor de los padres que se dan cuenta de que lo que tienen que dar no es lo que sus hijos quieren o necesitan, y sin embargo, incluso en el rechazo, ofrecen su bendición.

Con todas estas viñetas en mente, esto es lo que me gustaría decir sobre el significado de este día. Nunca lo entenderemos del todo, pero experimentamos su poder cuando mantenemos unidas experiencias aparentemente opuestas: este mundo y lo que hay más allá; nuestra capacidad de sentir los sufrimientos de los demás hasta tal punto que nos sentimos movidos a asumirlos como propios; estar dispuestos a compartir la alegría de los demás incluso cuando estamos afligidos.

La Pascua aterriza allí. Richard Rohr describe el misterio de la Pascua de esta manera: “el cuerpo de Cristo es crucificado y resucitado al mismo tiempo”. No es una afirmación histórica. Es una afirmación mística: un acto o una forma de ser que une la muerte con la vida, este mundo con el siguiente, que llega hasta el dolor humano más profundo y nos eleva a cualquier alegría que sea posible después de la mayor pérdida.

Lo que tenemos que recordar cuando consideramos todo esto es que Jesús, antes de la resurrección, era, para los que le conocieron, una encarnación humana de un lugar delgado. Antes de morir, la gente en su presencia no podía dejar de pensar que estaba en presencia de Dios. Escucha cómo describe a Jesús el estudioso de las religiones del mundo Huston Smith:

Circulando con facilidad y sin afectación entre la gente común y los inadaptados sociales, “curándolos, aconsejándolos, ayudándolos a salir de los abismos de la desesperación, Jesús se dedicó a hacer el bien…”. Lo hizo con tal determinación y eficacia que los que estaban con él descubrieron que su estimación de él se modulaba persistentemente a un nuevo kae. Se encontraron pensando que si la bondad divina se manifestara en forma humana, así es como se comportaría.

Y entonces murió, de forma cruel y vengativa. Sus seguidores estaban desolados, no sólo porque le querían y porque era un hombre tan bueno, sino porque parecía mucho más que un hombre. “Teníamos la esperanza”, dice uno de los discípulos un poco más tarde en la narración de la Pascua, “Teníamos la esperanza de que él sería el que redimiría a Israel”.

Por eso la tumba vacía se convirtió en un lugar y un símbolo tan poderoso. Se convirtió en un lugar delgado para las mujeres que fueron allí temprano en la mañana para cuidar el cuerpo de Jesús. Estaban aterrorizadas, como acabas de escuchar. Todavía no habían encontrado a Cristo, pero su cuerpo había desaparecido. Había unos hombres que les decían que volvieran a Galilea, que era de donde venían, y que Jesús se encontraría con ellas allí. No tenía sentido, pero las mujeres sabían que estaban en tierra sagrada, que el velo entre este mundo y ese otro reino se había levantado para ellas, y que Jesús, de alguna manera, se movía libremente entre esas dos realidades.

La razón por la que estamos aquí, amigos, en esta catedral, es que, para los que le siguen, todavía se mueve entre esos dos reinos. Independientemente de lo que le ocurriera a Jesús en aquella primera mañana de Pascua, Cristo es ahora y siempre un ser espiritual en el reino que está más allá de nosotros, que también está con nosotros en nuestra realidad en toda su desgarradora y maravillosa complejidad. Eso es lo que creen y experimentan los cristianos. Es lo que cualquiera puede conocer si le dejamos entrar.

Hay otra doble realidad de la Pascua: la yuxtaposición del dolor y la alegría. No hay forma de evitarlo. Así que si no te sientes súper alegre hoy, ten por seguro que estás en buena compañía: si te has dado cuenta, las mujeres del sepulcro tampoco estaban especialmente alegres. Porque se necesita tiempo para que surja una nueva vida para la muerte; se necesita tiempo para que el dolor se alivie; para que el perdón haga su trabajo de reconciliación.

Pero si te sientes alegre, por Jesús, protege tu alegría. Porque incluso en tiempos de gran dolor y lucha, hay un lugar para la risa y la bondad, y cuando se nos dan, tenemos que saborearlas y protegerlas, no sea que el mundo nos mantenga siempre ansiosos y temerosos. En palabras de la poeta Gwendolyn Brooks, la primera estadounidense negra en ganar el Premio Pulitzer, “Dile a los guardianes del sol, a los que se dan palmas en el sol, a los que se ensucian a sí mismos, a los que se burlan de la armonía: ‘incluso si no estás listo para el día, no siempre puede ser de noche'”. Esa era su forma de decir a todos aquellos que la mantenían deprimida: “Nadie me va a robar la alegría”.

Lo que me lleva por fin a las formas en que estamos conectados unos con otros. Porque aunque la resurrección es algo que sólo Dios puede hacer, también se trata de nosotros, de cómo experimentamos la muerte y la vida al mismo tiempo, también. Es lo que mi colega el obispo Jake Owensby llama “una vida en forma de resurrección”. Por la gracia de Dios, nosotros también podemos ser para los demás que caminan por lugares delgados, siempre que aparezcamos; siempre que lleguemos a través de las disparidades de la experiencia humana con un amor que no muestra parcialidad, que se centra en hacer el bien y ofrecer nuestra bendición.

Así que cuando tu corazón se rompa por lo que otro está pasando, sigue hacia donde tu corazón te lleve: eso es la resurrección actuando en ti. Ve a los lugares donde el amor es más necesario con cualquier amor que tengas para dar -eso es resurrección en ti. Dondequiera que haya alegría, haz todo lo posible por celebrarla y protegerla, aunque no sea la tuya: eso es la resurrección obrando en ti. Ábrete a la gente y a los lugares que te ayuden a creer que hay otro reino de vida más allá de esta vida, y confía en que cuando llegue el momento, Jesús estará allí para ayudarte a cruzar.

Pero mientras tanto, tú estás aquí, como yo, y estamos llamados a vivir con compasión y amor, aunque nuestros corazones se rompan. No podemos hacerlo solos, ni perfectamente, y no estamos destinados a ello. La resurrección es la mejor obra de Dios, y está ocurriendo ahora mismo en todos los lugares heridos y sagrados de nuestras vidas y de este mundo. Podemos ser parte de ella, cuando sea y como sea que elijamos recibirla para nosotros mismos, y luego ofrecer lo que podamos en una vida con forma de resurrección.

Que así sea. Amén.

Easter: When the Veil is Lifted

Easter: When the Veil is Lifted

Peter began to speak to Cornelius and the other Gentiles: “I truly understand that God shows no partiality, but in every nation anyone who fears him and does what is right is acceptable to him. You know the message he sent to the people of Israel, preaching peace by Jesus Christ–he is Lord of all. That message spread throughout Judea, beginning in Galilee after the baptism that John announced: how God anointed Jesus of Nazareth with the Holy Spirit and with power; how he went about doing good and healing all who were oppressed by the devil, for God was with him.”
Acts 10:34-43

On the first day of the week, at early dawn, the women who had come with Jesus from Galilee came to the tomb, taking the spices that they had prepared. They found the stone rolled away from the tomb, but when they went in, they did not find the body. While they were perplexed about this, suddenly two men in dazzling clothes stood beside them. The women were terrified and bowed their faces to the ground, but the men said to them, “Why do you look for the living among the dead? He is not here, but has risen.
Luke 24:1-12

Good morning. What an honor to address you this morning. I pray that my words may convey something of the hope that Easter represents, and where my words falter, that the Spirit of God will speak to you directly with whatever it is your heart most needs to hear.

To set the context for what I hope to convey, let me begin with a few vignettes. They’re mostly personal accounts, but as I speak, perhaps similar or analogous memories will come to mind for you.

When I first stood on the South Rim of the Grand Canyon and then spent several days hiking down to the bottom and up again, I was completely undone by its majestic, wild, dangerous beauty. Whatever the word sacred had meant to me before, it now had to take into account what my eyes beheld at every switchback. The Franciscan priest Richard Rohr speaks of creation as God’s first incarnation, and the Grand Canyon had that impact on me–it was a revelation. As I was leaving, I remember feeling strangely comforted by the fact that the canyon would always be there, and that no matter where I was I could call the canyon to mind. I haven’t been back for 30 years, but it remains for me a mystical place of connection.

In Celtic spirituality, places like the Grand Canyon, or any location that is sacred for you, is called thin, in the sense that the veil which separates this world from all that lies beyond is transparent and porous. These are places where we can connect to the past, present and future all at once; and they confirm, at least for some of us, the ancient human intuition that there is, in fact, another realm beyond this life.

A thin place isn’t always one of beauty. Gordon Cosby, one of the most influential mid-20th century pastors in Washington, DC, described when the veil was lifted for him on the battlefield of Normandy during World War II. As a chaplain, he helped bury hundreds of young soldiers, including his best friend. At the grave of his friend, reading from Scripture he had a powerful revelation that there was life on the other side of the grave. He also realized that most of the soldiers he ministered to had little or no spiritual resources to draw upon in the hell that they found themselves in. So when he returned from the war, Cosby was determined to create a faith community where people could develop a spirituality that was both deep and wide. He called it “the Church of the Savior,” one of the first truly inter-racial faith communities in Washington, DC, dedicated to a ministry of deep spiritual growth and sacrificial service and commitment to justice.

These thin places and experiences speak to us of a dual reality of life as we know it and life beyond what we know. When we’re in a thin place, we sense the presence of that realm to which we cannot yet go, but whose reality we no longer doubt.

In late August and September of 2005, the residents of New Orleans and throughout southern Mississippi and Louisiana experienced the ravages of Hurricane Katrina. You may recall that nearly two thousand lives were lost, hundreds of thousands were displaced, and the damage to property and community infrastructure was catastrophic. Moreover our national systems for crisis management failed the impacted communities miserably, and it was clear for all the world to see that thousands of people in this country couldn’t get clean water, much less shelter or adequate food. I was living in Minnesota then, just a few hours south of where the Mississippi River begins as a tiny trickle out of Lake Istaka. The river that served as a peaceful backdrop to my life in Minneapolis was, at the very same time, wreaking havoc on countless people two thousand miles south.

Every time that I passed the river, or a tributary to it near our house, I couldn’t stop thinking about the people who were suffering at the river’s end. I could carry on my normal life, but I was somehow connected by that river to others who were experiencing incalculable hardship.

Now there are many ways we can feel that kind of visceral connection to other people who in real time are experiencing life in a vastly different way than we are. Perhaps right now you have family or friends, or you yourself have lived or served in a part of the world that is at war now, or experiencing famine, or some other hardship. And you’re here, and there’s this urgency inside you, a desperation to do something for those you love or care about–in large part because you’re fine and they are not. That disparity–and that’s what I’m asking you to think about–motivates us all to do brave and sacrificial things; it calls upon one of the noble attributes of our species. that of empathy. Empathy is like muscle; the more we exercise it, the stronger it gets. That’s not by accident. We were made that way for a reason. More on that a bit later.

One final vignette: Once, as a favor to a neighbor, I presided at a wedding for a couple that I did not know well, the sister of my neighbor and her soon-to-be-husband. It was an outdoor wedding at a city park, not at all religious, except for me, but it was lovely, as most weddings are. After the ceremony, a young woman approached me, introduced herself, and asked if we could talk. When I said yes, her eyes filled with tears. She told me that she had once dated the groom. The romantic side of their relationship didn’t last, she said; they were still friends, and she liked the woman he married. Yet she was still single, and lonely; she had dreaded attending the wedding, and it was just as hard as she feared it would be. “Still, I’m glad I’m here,” she said through her tears. “I really am. I wanted to be here for them, you know? To celebrate their joy.”

That is one of the most poignant expressions of our capacity to hold two realities at once, that in our sorrow, we can be genuinely glad for another’s happiness. It is the love of a dancer or an athlete sidelined because of an injury, who is nonetheless present to cheer on those able to fulfill the dream that is now denied them. It is the love of parents who realize that what they have to give isn’t what their children want or need, yet even in rejection, they offer their blessing.

With all those vignettes in mind, here is what I’d like to say about the meaning of this day. We will never fully understand it, but we experience its power as we hold seemingly opposite experiences together–this world and what lies beyond; our capacity to feel the sufferings of another to such a degree that we are moved to take them on as our own; being willing to share in another’s joy even when we are grieving.

Easter lands there. Richard Rohr describes the Easter mystery this way: “the body of Christ is crucified and resurrected at the same time.”1 That’s not an historical assertion. It’s a mystical one–an act or way of being that unites death to life, this world to the next, reaching down to the deepest human sorrow and raising us up to whatever joy is possible after the greatest loss.

What we need to remember when we consider all of this is that Jesus, before the resurrection, was, for those who knew him, a human embodiment of a thin place. Before he died, people in his presence couldn’t stop thinking that they were in the presence of God. Listen to how the world religion scholar Huston Smith describes Jesus:

Circulating easily and without affectation among ordinary people and social misfits, “healing them, counseling them, helping them out of chasms of despair, Jesus went about doing good . . . He did so with such single mindedness and effectiveness that those who were with him found their estimate of him persistently modulating to a new kae. They found themselves thinking that if divine goodness were to manifest itself in human form, this is how it would behave.2

And then died, a cruel and vindictive way. His followers were devastated, not only because they loved him and that he was such a good man, but because he seemed so much more than a man. “We had hoped,” one of the disciples says a bit later in the Easter narrative, “We had hoped that he would be the one to redeem Israel.”

That’s why the empty tomb became such a powerful place and symbol. It became a thin place for the women who went there early in the morning to care for Jesus’ body. They were terrified, as you just heard. They hadn’t yet encountered Christ, but his body was gone. There were these men telling them to go back to Galilee, which is where they came from, and that Jesus would meet them there. It made no sense, but the women knew that they were on sacred ground, that the veil between this world and that other realm was lifted for them, and Jesus was somehow moving freely between those two realities.

The reason we are here, friends, in this Cathedral is that for those who follow him, he still moves between both those realms. Whatever happened to Jesus on that first Easter morning, Christ is now and forever a spiritual being in the realm that lies beyond us, who is also with us in our reality with us in all its heartbreaking and wondrous complexity. That’s what Christians believe and experience. It’s what anyone can know if we let him in.

There’s another dual reality of Easter: the juxtaposition of grief and joy. There is no getting around it. So if you’re not feeling super joyful today, rest assured that you are in good company–if you noticed, the women at the tomb weren’t especially joyful, either. For it takes time for a new life to emerge for death; it takes time for grief to ease; for forgiveness to do its reconciling work.

But if you are feeling joyful, for Jesus’ sake, shield your joy. For even in times of great sorrow and struggle, there is a place for laughter and goodness, and when they are given to us, we need to savor and protect them, lest the world keep us forever anxious and afraid. In the words of the poet Gwendolyn Brooks, the first Black American to win the Pulitzer Prize, “Say to the down-keepers, the sun-slappers, the self-soilers, the harmony hushers, ‘even if you are not ready for the day, it cannot always be night.’” That was her way of saying to all those who would keep her down, “No one is going to steal my joy.”3

Which brings me back at last to the ways we are connected to one another. For while resurrection is something that only God can do, it’s also about us, how we experience death and life at the same time, too. It’s what my colleague Bishop Jake Owensby calls “a resurrection-shaped life.” By God’s grace, we, too, can be for others walking thin places, whenever we show up; whenever we reach across the disparities of human experience with a love that shows no partiality, that’s focused on doing good and offering our blessing.

So when your heart is breaking for what another is going through, follow where your heart leads–that’s resurrection working in you. Go to the places where love is needed most with whatever love you have to give–that’s resurrection in you. Wherever there is joy, do your best to celebrate and protect it, even if it’s not yours–that’s resurrection working in you. Be open to the people and places that help you believe that there is another realm of life beyond this life, and trust that when the time comes, Jesus will be there to help you cross over.

But in the meantime, you are here, as I am, and we are called to live with compassion and love, even as our hearts break. We can’t do this on our own, or perfectly, and we aren’t meant to. Resurrection is God’s best work, and it’s happening right now in all the wounded and sacred places of our lives and of this world. We can be part of it, whenever and however we choose to receive it for ourselves, and then offer what we can in a resurrection-shaped life.

May it be so. Amen.

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1It Can’t Be Carried Alone by Richard Rohr, Daily Meditation from the Center for Action and Contemplation, April 6, 2022
2Huston Smith, The Soul of Christianity: Restoring the Great Tradition (HarperSanFrancisco, 2005), 48.
3Speech to the Young by Gwendolyn Brooks, from BLACKS (Chicago, IL: Third World Press, 1991

Preguntas para meditar al renovar un voto

Preguntas para meditar al renovar un voto

Jesús dijo: “Ahora mi alma está turbada. ¿Y acaso diré: “Padre, sálvame de esta hora”? ¡Si para esto he venido! Padre, ¡glorifica tu nombre!”
Juan 12:27-28

El punto de partida obvio para una reunión con el propósito expreso de renovar un voto es recordar cuándo hicimos ese voto por primera vez. Así que los invito ahora a recordar la primera vez que, sin duda, lo sabían:

He decidido seguir a Cristo,
He decidido seguir a Cristo,
he decidido seguir a Cristo,
No hay vuelta atrás, no hay vuelta atrás.

Algunos de nosotros podemos recordar un momento claro y decisivo. A otros, la decisión nos sorprendió, y nuestro recuerdo es más bien un reconocimiento o una constatación de algo que era cierto desde hacía tiempo. Para todos nosotros, esa primera decisión o la conciencia de una decisión condujo a otras decisiones, a otros votos: para algunos en el camino de la ordenación en la iglesia; para la mayoría de los cristianos, un camino de discipulado y testimonio en otros ámbitos vocacionales.

Aquí estamos hoy reafirmando decisiones pasadas, renovando –haciendo nuevos– los votos que hicimos en el pasado. Seríamos de piedra si de vez en cuando no cuestionáramos esos votos. Cuestionar, dudar y poner a prueba las decisiones pasadas es humano y necesario, porque cambiamos con el tiempo, así como también cambia nuestra comprensión de lo que significan y requieren los votos. Y nosotros mismos somos puestos a prueba.

De ahí la primera pregunta de hoy: Teniendo en cuenta quiénes somos ahora, lo que sabemos ahora, y lo que nos sucede, a nosotros y a nuestro mundo ahora, ¿elegimos de nuevo seguir a Jesús, y renovamos los votos que hicimos una vez como resultado de los primeros? Y si es así, ¿cómo elegimos? ¿Cómo es la fidelidad ahora?

Hay un momento conmovedor en el Evangelio de Juan, después de que Jesús habló durante un largo y confuso capítulo sobre ser el pan de vida (el temor de todo predicador cuando aparece en el leccionario dominical durante todo un mes). Es comprensible que después de ese discurso, muchas personas que en su día decidieron seguir a Jesús se lo pensaran dos veces. “Este dicho es demasiado duro para nosotros”, dicen, y uno a uno se vuelven atrás, hasta que Jesús se queda solo con los doce. Entonces, Jesús los mira y les pregunta: “Y ustedes, ¿también quieren irse?”.

Qué pregunta nos hace Jesús. ¿Cuál sería su pregunta para nosotros? “¿Y qué hay de nosotros, mis discípulos del siglo XXI de la Iglesia Episcopal? Teniendo en cuenta todo lo que sabes ahora sobre lo que cuesta seguirme; teniendo en cuenta todo lo que nos ha dolido, decepcionado, frustrado, ofendido, indignado y agotado, ¿también quieren irse?”

Cuando hizo la primera pregunta, Simón Pedro habló en nombre de los doce de una manera que me rompe el corazón cada vez que la leo. Recuerda: “Señor, ¿A dónde iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Hemos llegado a creer y saber que tú eres el Santo de Dios”. (Juan 6:67-69)

Mi respuesta, en la que he tenido tiempo de pensar esta semana, es esta: Señor, teniendo en cuenta todo lo que ahora sabes de mí, si todavía me aceptas, sigo estando contigo.

¿Y la tuya? ¿Cuál es tu respuesta?

Ahora hagamos la importantísima distinción entre nuestros votos y nuestros trabajos, o cualquier forma de vivir nuestros votos en un momento dado. Porque la forma de vivir nuestros votos cambia necesariamente con el tiempo. Puede cambiar mucho, a veces por las decisiones que tomamos, a menudo por las decisiones que toman otras personas y, con la misma frecuencia, por fuerzas que escapan de nuestro control. Piensa en el pueblo de Ucrania, por ejemplo. Todo lo que creían que podían contar les ha sido arrebatado.

Así que aquí va una segunda pregunta: ¿qué podemos decir tú y yo sobre nuestra vocación que seguiría siendo cierta, aunque nos quitaran todas las expresiones externas que ahora definen nuestra vida y nuestro trabajo?

Había una canción de organización sindical de los años 60 con el estribillo:

Tu vida es más que tu trabajo. Tu trabajo es más que tu profesión.

Bueno, nuestra vida en Cristo es más que nuestra vocación. Y nuestra vocación es mucho más que cualquier trabajo en la iglesia. ¿Cuál es tu vocación, sea cual sea?

Es una pregunta difícil, pero en última instancia liberadora, porque una vez que tenemos incluso un atisbo de respuesta, dependemos menos de otras personas y de las circunstancias externas para vivir una vida significativa y fiel. Es cierto que hay lugares óptimos para realizar nuestra vocación, pero no faltan lugares menos óptimos.

No digo esto para justificar sistemas injustos u opresivos, sino para celebrar el genio de la creatividad y la resistencia humanas, y la capacidad infinita del Espíritu Santo para moverse libremente en el mundo tal como es. Para los seguidores de Jesús, la pregunta nos sitúa en una mentalidad de fidelidad y servicio, en lugar de privilegio, derecho y decepción perpetua. Ofrece tanto un sombrío reconocimiento de lo que se nos puede quitar, como una sólida confianza en lo que no se puede. Porque lo que el mundo no dio, el mundo no puede quitarlo.

Aquellos que, como yo, que tengan cierta edad, quizá recuerden el ascenso de Amy Grant, la primera músico de rock cristiano que entró en las listas de éxitos del pop y tuvo una carrera fenomenal en los años 90 y 2000. Luego su estrellato se desvaneció. Ya no atrae a multitudes que llenan estadios para sus conciertos. Ahora toca en lugares más pequeños de todo el país: teatros, ferias estatales, Wisconsin Dells. Una vez la escuché en una entrevista en la que hablaba de su meteórica carrera: “Quería ser fiel en el camino”, dijo. “Y quiero ser igual de fiel en la bajada”.

Uno de los panegíricos más conmovedores lo pronunció un amigo mío por su madre, que, en virtud de la enfermedad física y, al final, de la demencia, perdió todo lo que definía externamente su vida y su identidad. “Lo único que quedó”, dijo su hijo, “fue el amor”.

En el pasaje del Evangelio de Juan que acabamos de escuchar hay otra frase que me toca el corazón. Es cuando Jesús dice: Ahora mi alma está turbada. Y qué voy a decir: ‘Padre, sálvame por esta hora. Padre, glorifica tu nombre’. Esta es la versión de Juan de lo que los evangelios sinópticos nos dicen que rezó Jesús en el huerto de Getsemaní: “Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.”

En ninguna de las dos versiones Jesús es una víctima, aunque está claro que hubiera preferido que las cosas terminaran de otra manera. La versión de Juan, escrita una generación más tarde, con el beneficio de la retrospectiva y una experiencia más larga del Cristo resucitado, nos dice que cuando el alma de Jesús estaba turbada, eligió libremente lo que no quería, por amor. Si perderlo todo era lo que el amor requería, entonces eso era lo que él haría, porque para eso había venido.

Ahora, en caso de que te preguntes si tu obispa ha olvidado todo lo que hemos discutido en el último año sobre la necesidad de descanso, el autocuidado, los límites saludables y el sábado, ten por seguro que no lo he hecho. Pero sabes, la cruz de Jesús no tiene mucho que decirnos sobre esas cosas buenas y necesarias, excepto quizás que debemos ser conscientes de las falsas cruces, o de las que no nos pertenecen (dejemos ese sermón para otra ocasión).

La cruz tampoco nos transmite todo su poder en esos momentos en los que, como dice la Oración de la Serenidad, estamos llamados a cambiar las cosas que están en nuestro poder. No, la cruz de Jesús, y Jesús en la cruz, nos hablan con más fuerza en esos momentos en los que debemos enfrentarnos, como él, a las cosas que no podemos cambiar; cuando necesitamos una fuerza espiritual que no es la nuestra para vivir, y morir, y resucitar.

Este año pasado tuve la extraordinaria experiencia de reconciliarme con dos personas a las que había herido profundamente en mis años de juventud. La primera fue cuando mi hermanastro, que no había hablado conmigo ni con ningún miembro de nuestra familia durante más de 20 años, hizo algo muy valiente y se presentó en el funeral de su madre en octubre. Por un breve momento nos permitió a mí y a mi hermana volver a su vida. Desde entonces se ha vuelto a alejar, por razones que no comprendo del todo, pero está bien. Sigo estando agradecida por el tiempo que compartimos, lo que me da la esperanza de que la curación de nuestra familia sea posible algún día.

La segunda reconciliación ha florecido en una nueva relación con nuestro ahijado, al que conocimos de niño cuando Paul y yo vivíamos en Honduras hace más de 30 años, y al que le fallé dos veces. Si quieres, algún día puedo contarles esa historia. Pero avancemos rápido hasta el verano pasado, cuando lo localizamos a través de las redes sociales. Poco a poco empezamos a comunicarnos, primero por texto y luego por teléfono. Luego fuimos a visitarlo a Nueva York, donde ha vivido indocumentado durante los últimos 16 años.

Su vida es dura en todos los sentidos que se puedan imaginar y, sin embargo, se mantiene firme en el propósito de su vida, que es mantener económicamente a dos sobrinos jóvenes en Honduras, a los que nunca ha conocido y quizás nunca conocerá, pero que, sin embargo, dependen de él para su sustento desde que su madre y su hermanastra, se suicidaron. Así que nuestro ahijado trabaja por las noches limpiando un restaurante, al que se desplaza por más de hora y media en metro. Vive en una pequeña habitación que alquila a una familia mexicana. Hablamos o nos enviamos mensajes de texto casi todas las mañanas, cuando él vuelve del trabajo y yo empiezo mi jornada: ¿Cómo está, madrina? Espero que esté bien. ¿Está tomando su cafecito?

La razón por la que te hablo de él es porque me ha dicho más de una vez que, si tuviera la oportunidad, volvería a vivir su vida con gusto, tal y como era, sin quejarse. Cuando le pedí perdón, era obvio que hacía tiempo que me había perdonado. Es un hombre con gracia y valor. Su fe es tranquila y fuerte. Sabe por qué está aquí: vive por amor.

¿No quieres vivir así, con la capacidad de amar de nuestro ahijado? ¿No quieres morir con la gracia de la madre de mi amigo? ¿Ser tan fiel a tus votos en la subida como en la bajada?

Yo sí, y esto lo sé: No puedo ser esa persona por mí misma. Por eso he decidido una vez más seguir a Jesús, y por eso haré todo lo posible para servirle en cualquier vocación que se me dé. Si me quitan todas las expresiones externas de mi identidad, o si llega el momento de dejarlas ir, pido la gracia de perseverar en el amor y la gratitud por el don de esta vida, vivida bajo el poder de su cruz.

Estoy agradecido por recorrer el camino de la cruz contigo.