Porque tanto amó Dios al mundo

by | Mar 7, 2024

Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna.
Juan 3:16

Mi director espiritual me anima a comenzar los momentos de oración imaginando la mirada amorosa de Dios sobre mí. No es una postura tan reconfortante como podría pensarse, pues cada vez que lo hago, no puedo evitar pensar en todas las demás personas a las que Dios también está mirando.

Y me pregunto cómo soporta Dios el sufrimiento y la tristeza de este mundo.

En el corazón de la fe cristiana está la convicción de que Dios es amor. En Jesús, la respuesta de Dios al sufrimiento humano es la compasión y un amor que supera la muerte. En nuestra hora más oscura, las Escrituras nos aseguran que la luz de Dios sigue brillando. Nunca estamos solos, y la muerte no tiene la última palabra.

Vivo mi vida de acuerdo con estas verdades. Sin embargo, hay momentos en los que la profundidad del sufrimiento humano me deja en silencio ante Dios. En esos momentos, Dios también calla, y el propio silencio parece preguntar–como muchos de nosotros me preguntan como su obispa–”¿Qué vas a hacer?”

No me hago ilusiones de que ninguno de nosotros, incluido yo misma, pueda responder a todas las penas de nuestro mundo, o incluso, para el caso, a todas las penas, dolores y manifestaciones de injusticia en nuestras comunidades inmediatas. Sin embargo, también sabemos, en palabras atribuidas a Santa Teresa de Ávila, que “Cristo no tiene ahora en la tierra más cuerpo que el nuestro. Nuestros son los ojos con los que mira con compasión a este mundo. Nuestros son los pies con los que camina para hacer el bien. Nuestras son las manos con que bendice a todo el mundo”.1

Un pastor al que admiro pregunta periódicamente a los miembros de su congregación: “¿Qué te rompe el corazón?”. Con ello no se refiere a lo que les hace sentir mal o a lo que desearían que no fuera cierto. Quiere que identifiquen la forma concreta de sufrimiento humano que verdaderamente les rompe el corazón. Es el dolor que no les deja marchar y que parece exigirles algo. “Presta atención a lo que te rompe el corazón”, les dice. “Porque en el dolor puede haber un llamado a la acción, algo que Dios necesita que hagas”. Además, señala que es probable que haya organizaciones enteras llenas de personas apasionadas dedicadas a esa misma preocupación. “No lo hagas solo”, aconseja. “Únete a ellos”.2

La proximidad al sufrimiento es importante, como nos recuerda el renombrado abogado especializado en derechos humanos Bryan Stevenson. Cuanto más nos acercamos al sufrimiento, más posibilidades tiene de ablandar nuestros corazones e inspirar un compromiso sostenido. La teóloga Dorothee Soelle escribe: “La solidaridad gratuita con los afligidos no cambia nada. Sólo podemos ayudar a los que sufren entrando en su tiempo”.3

No hay, por supuesto, mayor proximidad que el sufrimiento que nos toca personalmente. Así, los que lloran la muerte de un ser querido serán el mayor consuelo para otros que pronto sufrirán; los soldados que regresan traumatizados por la guerra pueden hablar del trauma de sus compañeros; los supervivientes de la violencia armada son los que no nos dejarán aceptar lo que se ha convertido en la mayor causa de muerte violenta en este país.

También necesitamos que otras personas derramen luz sobre el sufrimiento que no podemos comprender desde nuestra posición ventajosa, o ante el cual nuestros propios pecados y privilegios nos han cegado. Estoy agradecida–y desafiada diariamente–por servir a una diócesis llena de personas apasionadas por la justicia y la misericordia, ustedes que dedican sus vidas a servir a los más necesitados, a reparar los errores del pasado con un impacto multigeneracional, cuyos lazos familiares los acercan a las calamidades en todo el mundo, y cuyo sufrimiento personal ha estirado sus corazones de manera semejante a Cristo.

Cómo desearía que tuviéramos la capacidad de atender todas estas necesidades con la dedicación y el sacrificio que merecen. Pero esto lo sé: estamos llamados, como cuerpo, de maneras que desafían la comprensión humana, a mostrarnos, amar a nuestro prójimo y trabajar por la justicia. El trabajo puede parecer imposible. Sin embargo, a través de Cristo y con el aliento–y a veces el incitación–de unos y otros, podemos y estamos, haciendo una diferencia para el bien en este mundo.

En mis propias oraciones, pido la fuerza para permanecer presente y receptiva en los lugares donde mi corazón se rompe. Como su obispa, me siento profundamente conectada con los lugares donde sus corazones se están rompiendo. Dentro de la diócesis, ciertas prioridades han salido a la superficie y continuaremos invirtiendo en ellas. Pero eso no significa que los lugares de necesidad que han reclamado su corazón no son también importantes para todos nosotros.

Dada nuestra diversidad y la amplitud de la experiencia vital representada entre nosotros, por no mencionar la inmensidad del sufrimiento y la calamidad ante nosotros, siempre estaremos más allá de nuestras capacidades. Eso, estoy convencida, eso es lo que más ama Dios de la Diócesis de Washington. También amamos al mundo, y estamos dispuestos a unirnos a Jesús en su amor sacrificado, por el bien de los demás.

Así que sigan adelante, queridos, de la manera en que nuestros corazones rotos nos muevan a amar, a dar y a trabajar por la visión de Dios de un mundo mejor. Como me dice mi director espiritual, yo les digo: La mirada amorosa de Dios está sobre ustedes. Dios está agradecido por ustedes, y yo también.

1Teresa of Avila, Christ Has No Body
2Ver la serie de sermones de Andy Stanely, A Better Question [Una pregunta mejor]
3Dorothee Soelle, Suffering (Fortress Press: 1984), p. 15